Maquillaje en la antigua Roma
Un peinado de última moda, joyas por todos lados, un elegante
vestido de seda... Todo era parte del aderezo personal con el que las damas
de la antigua Roma buscaban sobresalir en las reuniones de sociedad, en el
teatro o al pasearse por las calles de la Urbe. Pero había otro
elemento de la apariencia personal al que se daba más importancia todavía: el
cutis. El cuidado de la piel fue la mayor obsesión de las romanas de clase
alta y, en torno a él, se desarrolló un arte del maquillaje no menos
sofisticado y lujoso que el de nuestra época.
Los cánones de la belleza
romana aconsejaban a la mujer una piel luminosa, sonrosada y, sobre todo,
blanca. La blancura de la piel era el supremo rasgo de distinción. Ovidio, que
fue autor de un breve libro en el que daba consejos para aderezar y conservar
la belleza del rostro, escribió en su Arte de amar: «Sabréis también procuraros
blancura en el rostro empolvándonos». Para lograr ese efecto de blancura se
utilizaban diversas sustancias, que se aplicaban sobre el rostro al modo del
maquillaje actual. En 2003, unos arqueólogos hallaron en Londres un bote de
estaño que se había conservado herméticamente cerrado y que
contenía una crema blanquecina ligeramente granulosa, sin duda usada como
maquillaje.
Las cremas faciales
El producto hallado
en Londres tenía tres ingredientes: lanolina de la lana de oveja sin
desengrasar, almidón y óxido de estaño. La lanolina servía de base para la
mezcla, el almidón suavizaba la piel, función para la que sigue usándose hoy
día en los productos cosméticos, el estaño era el elemento que blanqueaba la
piel y empezó a utilizarse durante el Imperio en sustitución del acetato de
plomo, que tenía efectos muy nocivos.
Las
fuentes refieren muchos otros tipos de cosméticos usados por las mujeres
romanas para blanquear el rostro. Algún autor habla de una mezcla a base de
yeso, harina de habas, sulfato de calcio y albayalde, aunque el resultado final
era más bien el de oscurecer la piel. Para aclarar el rostro también se
empleaba una base de maquillaje elaborada con vinagre, miel y aceite de oliva,
así como las raíces secas del melón aplicadas como una cataplasma y los
excrementos de cocodrilo o estornino. Otros ingredientes utilizados como
blanqueadores fueron la cera de abeja, el aceite de oliva, el agua de rosas, el
aceite de almendra, el azafrán, el pepino, el eneldo, las setas, las amapolas,
la raíz del lirio y el huevo. Con el mismo propósito, se decía que las mujeres
ingerían cominos en gran cantidad. Para dotar a la piel de una mayor
luminosidad se usaban los polvos de mica.
Colorete
y carmín
Al
mismo tiempo, las mujeres gustaban de resaltar sus pómulos coloreándolos en
tonos rojos muy vivos, como símbolo de buena salud. Para ello se aplicaban
tierras rojas, alheña o cinabrio, aunque había alternativas más económicas,
como el jugo de mora o los posos de vino. Por otro lado, el carmín de labios,
también en tonos rojos muy vivos, se lograba con el ocre procedente de líquenes
o de moluscos, con frutas podridas e incluso con minio. Además, según
Propercio, estaba muy difundida la moda de que las mujeres se marcasen las
venas de las sienes en azul.
Según
el ideal de belleza romana, la mujer debía poseer grandes ojos y largas
pestañas. Mediante un pequeño instrumento redondeado de marfil, vidrio, hueso o
madera, que previamente se sumergía en aceite o en agua, se aplicaba el
perfilador de ojos, que se obtenía con la galena, con el hollín o con el polvo
de antimonio. Para la sombra de ojos, generalmente negra o azul, eran
imprescindibles la ceniza y la zurita. Asimismo y, por influencia egipcia,
existían las sombras verdes elaboradas con polvo de malaquita. Las cejas se
perfilaban sin alargarlas y se retocaban con pinzas. En este sentido existía
una preferencia por las cejas unidas sobre la nariz, efecto que se lograba
aplicando una mezcla de huevos de hormiga machacados con moscas secas, una
mezcla que también se usaba como máscara para las pestañas.
Maquillajes
y mascarillas
Los
cosméticos se compraban en los mercados. Los que eran líquidos se colocaban en
pequeños recipientes de terracota, en vasos de vidrio verde y azulado o en
pequeños envases realizados con diferentes materiales; el cuello del recipiente
estaba cerrado de tal forma que el maquillaje podía verterse gota a gota. Los
cosméticos espesos se vendían en pequeños cofres de madera de talla egipcia,
acompañados con conchas para mezclar, espátulas, lápices, pinceles o
bastoncillos para aplicar el maquillaje.
Para
maquillarse era indispensable disponer de un espejo. Éste podía tener forma
redondeada, de acuerdo con la tradición etrusca, o cuadrada, modelo muy
difundido y común durante todo el Imperio. Tradicionalmente, los espejos se
fabricaban en metal (ya fuera de bronce, cobre, plata u oro) y tenían mangos
finamente trabajados, tanto en metal como en hueso o marfil. Según Plinio el
Viejo, la factoría más importante de espejos se encontraba en Brindisi, si bien
en época tardía los espejos de vidrio acabaron reemplazando a los espejos de
metal.
Por
otra parte, las mujeres romanas no se conformaban con lograr una piel blanca;
ésta debía estar además impecable: libre de arrugas, pecas o manchas. Para
conseguir esto último, las mujeres solían colocarse mascarillas por la noche.
Existían mascarillas de belleza contra las manchas, como una realizada con
hinojo, mirra perfumada, pétalos de rosa, incienso, sal gema y jugo de cebada.
Para contrarrestar las arrugas era muy común una mascarilla compuesta de arroz
y harina de habas; también se recurría a la leche de burra, con la que había
mujeres que se lavaban hasta siete veces al día, según refería Plinio el Viejo.
El mismo autor recoge otro sorprendente remedio contra las arrugas: el
astrágalo (hueso del pie) de una ternera blanca, hervido durante cuarenta días
y cuarenta noches, hasta que se transformaba en gelatina y se aplicaba
posteriormente con un paño. Para tratar las pecas se recomendaba la aplicación
de cenizas de caracoles. Para alisar la piel era muy común una mascarilla a
base de nabo silvestre y harina de yero, cebada, trigo y altramuz. Asimismo
existían mascarillas faciales para anular el acné, las ulceraciones oculares y
las heridas labiales.
El
secreto de la belleza
Maquillarse
y cuidar la piel requería, pues, una buena dosis de tiempo y habilidad. También
había que acostumbrarse a manipular productos a veces un tanto repulsivos; por
ejemplo, para elaborar las mascarillas faciales se utilizaban como ingredientes
excrementos, placentas, médulas, bilis y hasta orines, lo que obligaba a
perfumarlas intensamente. No es extraño que el poeta Ovidio recomendara a las
mujeres aplicarse los cosméticos a solas, sin que las vieran sus amantes: «¿A quién
no apesta la grasa que nos envían de Atenas extraída de los vellones sucios de
la oveja? Repruebo que en presencia de testigos uséis la médula del ciervo u os
restreguéis los dientes: estas operaciones aumentan la belleza, pero son
desagradables a la vista [...] ¿Por qué he de saber cuál es la causa de la
blancura de vuestro rostro?».
Pero,
a veces, ni todo el ingenio desplegado por las damas romanas bastaba para
garantizar su objetivo de seducir al hombre amado. Marcial, en uno de sus
epigramas, se burla de cierta mujer que se «acuesta sumergida en un centenar de
mejunjes», con un rostro prestado (el de la mascarilla), y que «le hace un
guiño con el entrecejo que saca por la mañana de un bote»; era demasiado vieja
para enamorar a nadie.
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